CORAZONADA

Empecé el ritual abriendo las entrañas y un olor a fétido subió hasta mis fosas nasales. Introduje mi mano en medio de un líquido viscoso y al empuñarla extraje una masa tan gris que rayaba en ser verdosa. Perforada en cada rincón y casi humeante aquella masa resultó ser los restos de un pulmón. Entonces entendí las recomendaciones del médico acerca de no fumar. Al menos acababa de salvar aquel órgano respiratorio de un cáncer. Continué revisando entre amorfas cavidades y en un nuevo intento mi mano pudo extraer una bolsa amarillenta y putrefacta. Era la vesícula biliar, con todo el cúmulo de malos momentos que había tejido. En otro intento salió a flote una parte del estómago, el olor recalcitrante lo delataba. Hurgué en cada esquina, en cada rincón, pude sentir los canales de los intestinos que se descolgaban hacia lo profundo, la gran masa roja que anunciaba los límites del hígado, y algunos huesos del tórax. Pensé, mientras seguía escarbando, en cuánto le había costado aprender a pronunciar la palabra tomate en inglés y la forma como utilicé aquella debilidad para acercármele y empezar mi ritual amoroso. Toqué algo que debía ser el páncreas y me acordé de la primera vez que fuimos a la discoteca y ella se subió a una mesa y empezó a bailar como poseída por la noche, y se embriagó y se quitó la blusa y todos aplaudieron y yo miraba, como un robot sin aceite, sus piernas, sus muslos, sus calzones rojos. Un chorro de sangre saltó en el aire y comprendí que estaba halando la vena aorta. Todo se tiño, salía sangre de manera despiadada, se me inundaron las manos, los ojos, los pies. Empecé a sentirme muy mal y el rostro de ella iba y venía como un cortometraje antiguo. La sangre construía un pequeño lago de vísceras a mis pies, entonces comprendí, antes de desplomarme por completo, que aquel esfuerzo era inútil. Por más que lo intentará no lo iba a encontrar. La maldita se había llevado mi lacerado corazón.