Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la
casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas
y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada
del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna
brisa de muerto grande y podrida grandeza.
Ese era el inicio que no me dejaba dormir, el primer párrafo de la mejor novela de Gabriel García Márquez: “El otoño del patriarca”. Ya estoy enganchando sigo leyendo para derrotar el insomnio, y más adelante me encuentro con este hermoso pasaje:
...pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y su poder no volvió a
emponzoñarse la sangre con la conduerma de la ley escrita sino que gobernaba a
viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia
rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por
una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la
sal de la salud, y políticos de de letras y aduladores impávidos que lo
proclamaban el corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y
otros errores de Dios, arrastrando por toda la casa sus grandes patas de
elefante en la nieve mientras resolvía problemas de estado y asuntos domésticos
con la misma simplicidad con que se ordena que me quiten esta puerta de aquí y
me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el
reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida
pareciera más larga, se cumplía, sin un instante de vacilación, sin una pausa…
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